A las más inesperadas sorpresas
Se vían los colores del cielo cambiaren, hasta que quien pasaba a cambiar de color era la Catedral, alumbrando a toda la ciudad. Desde una silla en El Penicilino, la mirábamos, mientras comíamos unas aceitunas demasiadamente saladas y unos cacuetes no tan sobrosos. Me encataba sentar en el bar que lleva la misma historia que la trama de Aquarius, de Kleber Mendonça Filho. Para mí, los cielos multicolores son siempre significativos, un buen presagio de que aquel sítio está guardado por buenas energías. Y, de hecho, ahora todo lo hace sentido.
Hacía un frío de puta madre, que todos los días yo y mis compis de piso deseábamos estar en los odiosos cuarenta grados del verano brasileño. En diez minutos, estaba en la casa de Julia, Mari y Albie, donde hacíamos un botellón y nos preparábamos para más una noche super diferente en…. Juanita. Las paredes parecían disminuir a cada vez cuando no estábamos suficientemente borrachas para aguantar el cambio de clima — fuera, 0 grados, dentro, 30 — las repetidas canciones reaggetoneras — Ella es callaiiiita — y los chupitos escasos.
Los domingos, nos gustaba ir hasta Campo Grande, donde nos comprábamos un montón de vinos super baratos (ahhh, como los extraño) y un par de gulosinas a ver los bellos pavos. Había, claro, los fines de semana que la gran diversión era aventurarse saliendo de la ciudad, lo que significaba tener que coger un autobús hasta Río Shopping y enfrentar las largas colas de Primark. Mira, yo que vengo de una ciudad de 6 millones de habitantes, nunca me imaginé que lo más lejos que iría por meses sería unos veinte minutos de autobús, pero la vida está siempre a nos revelar las más inesperadas sorpresas.
La Navidad se acercaba y la gente volvía a salir de casa, aunque lo hielo que hacía, para ver la bella Plaza Mayor, llena de luces. Me compré un chocolate caliente y un churros, mientras andábamos por todo el cuadrado, intentando no congelar. Al llegar a casa, Clari nos esperaba con el famoso risoto y nos reíamos de las locuras que es compartir piso con gente sin sesos.
Ayer, hablaba con amigo malagueño— curiosamente, lo conocí durante su intercambio en Brasil — y nos acordábamos, nostálgicos, pero felices, de lo bueno que hemos pasado en nuestras estancias. Es raro que durante el período que estuve en Valladolid no lo pensaba así y hoy lo daría todo para volver y hacer todo como hice. Casi no nos damos cuenta, pero el tiempo es preciosísimo y, en un santiamén, se va. Para que no se vaya por completo, nos toca guardarlo en los buenos recuerdos, celebrarlo con muchas birras, abrazos y personas queridas, pues nunca se sabe cuando la vida nos trará una nueva pandemia.
Me tomo como mantra desde siempre, pero ahora más que nunca las palabras de Perotá Chingó:
Atrévete a flotar en brazos de un mundo terrenal
Sé conciente de tu espacio, cuando te abrazas el viento